En el territorio residen 316 personas con más de 100 años, 149 más que hace una década
En Gipuzkoa hay 316 personas centenarias. 149 más de las que había hace sólo una década, y todo hace indicar que el número de mayores de cien años se irá ampliando cada vez más, como lo hace la esperanza de vida. Se dice que ya ha nacido el niño que va a vivir 120 años, pero de momento, el anciano más longevo del mundo tiene 112 años y vive en Extremadura. El cacereño Francisco Núñez bien podría haber participado en este reportaje si se hubiera trasladado a vivir a Gipuzkoa, como hicieron algunos de los ocho centenarios que aparecen en este reportaje. Guipuzcoanos, navarros, castellanos o extremeños que tienen en común haber superado el centenar de años y que viven en el territorio. Ya sea en su domicilio particular como la más mayor de ellos, María de las Nieves Ochoa de 105, o en residencias como los otros siete entrevistados. Betharram, GSR Inmaculada, Lamourous, o la residencia Zorroaga, donde viven cuatro de ellas. Pocas veces uno tiene la oportunidad de sentarse en una mesa y que sus cuatro interlocutoras superen entre ellas los 400 años de edad. Cuando eso pasa, lo mejor que se puede hacer es hablar poquito, observar mucho y, sobre todo, escuchar y aprender de la experiencia vital de este colectivo, que bien se podría considerar como uno de los patrimonios inmateriales de Gipuzkoa, pero que también suponen un reto para una sociedad que debe hacer frente al envejecimiento presionado por una tasa de natalidad que mengua año tras año.
Pero hoy toca hablar solo de ellos, de nuestros mayores, un colectivo que cuenta historias de trabajo duro, guerras y penalidades varias, pero también de felicidad, orgullo por lo conseguido y esperanza. Personas que siguen mirando a la vida de frente y le dedican a la parca la mejor de sus sonrisas. Que nos quiten lo ‘bailao’, parecen decirle estos ocho centenarios, mientras se siguen colocando el mundo por montera.
María Nieves Ochoa (105 años, Elgeta)
María de las Nieves Ochoa de Angiozar cumplió el pasado 5 de agosto 105 años. Nació en el año 1912 en el caserío Garaikoetxea «que por aquel entonces pertenecía a Elgeta, y actualmente a Bergara», rememora. El 12 de octubre de 1935 se casó en Arantzazu con el zarauztarra Pedro Azpiazu Goya. Al año siguiente, «en pleno comienzo de la Guerra Civil» nació su primer hijo, «pero como mi marido era nacionalista tuvo que huir y después estuvo preso». Al no saber nada de él y «recién dada a luz» se fue con su bebé al caserío de Angiozar buscando la ayuda familiar y pensando que allí estaría más segura. «Aunque resultó peor, porque el frente Intxorta estuvo durante siete largos meses en las proximidades del baserri. ¡Qué no haya más guerras, que no vuelva a suceder aquello!», suspira. Tras reencontrarse con su marido tuvo cinco hijos más, que le definen como «una trabajadora incansable». Según relatan dos de ellas, Arantxa y Amaia, «además de todo el trabajo que conlleva la casa, sacaba tiempo para hacernos los jerseys, cosernos la ropa, hacer de enfermera... de todo». En definitiva, siempre dispuesta a ayudar a todos «con una sonrisa y siendo todo dulzura».De la misma forma que se comportó durante la pequeña entrevista que tuvo lugar en su domicilio zarauztarra, «antes de mi paseo y posterior misa diaria». María Nieves se quedó viuda con 51 años tras la «muerte repentina» de su marido y aunque pensó que nunca lo podría superar, lo consiguió. «Siempre he tenido mucha fe», confiesa. «Y siempre ha sido muy valiente», apostillan sus hijas, «dándonos un gran ejemplo».
Lucía García (103 años, La Velilla, Segovia)
Lucía García nació el 4 de marzo de 1914 en La Velilla (Segovia) y según reconoce «no tenía ni para comer, así que como para plantearse ir al cine o permitirse otros lujos». El único capricho que se permitía esta centenaria castellana cuando conseguía reunir alguna monedilla suelta era «comprar cacahuetes a la cestera» que de tanto en tanto se dejaba caer por su pueblo. Lucía no tuvo tiempo para grandes estudios porque se pasó la juventud fregando: «mira como tengo los dedos», enseña entre orgullosa y resignada. Se casó y se fue a vivir a Segovia capital con su marido, donde hicieron la casa al alimón «con piedras sacadas del río Ledesma». Efectivamente, sus manos dan cuenta de semejante esfuerzo. «Nunca hemos sido de dinero así que tuvimos que sacarnos las habichuelas de donde pudimos». En este caso, más que las habichuelas, lo que sacaron fue «arena y piedras del río para levantar de la nada nuestra casa», insiste con carácter y desparpajo esta centenaria que desde hace unos años vive en la residencia Zorroaga de San Sebastián. «Cuando se casaron mis hermanos se vinieron a vivir a SanSebastián y nos decían que aquí se vivía mucho mejor. Así que «al tiempo» su marido y ella también decidieron «probar fortuna en el norte para intentar ganarnos la vida», rememora Lucía para explicar cómo fue a parar a Gipuzkoa. «Mi mayor patrimonio es el trabajo que he hecho en esta vida y eso no me lo va a quitar nadie», afirma la centenaria, antes de añadir que «de nuestra raza van quedando pocas» y beberse casi de trago un vaso de agua con limón que le ofrece una enfermera.
Florentino Alonso (102 años, Burgos)
Florentino Alonso tiene 102 años y vive desde hace más de una década en el centro Lamourous de Ategorrieta. Al presentarse lo hace a la antigua, de manera elegante: «tanto gusto». Es de Burgos. «Yo tengo mucha historia, pero la memoria me empieza a patinar un poco», dice con resignación. «Al cabo me acuerdo», dice este centenario que lleva sus últimos 12 años en la misma habitación del centro. «Al principio me hacía hasta la cama, me tendrían que dar un incentivo porque no doy nada de trabajo», salta gracioso. Florentino llegó a Lamourous una vez que se quedó viudo. «Me mató que se muriera mi mujer», reconoce antes de lanzar un chasquido con la lengua. Ella estuvo 6 meses ingresada en San Juan de Dios antes de fallecer y, «en todo ese tiempo», no faltó a su lado ni un solo día. «Me iba andando desde Gros, donde vivía, desde el punto de la mañana hasta la noche». Florentino y su mujer no tuvieron hijos. «Tengo sobrinos en Renteria y suelen venir a menudo». Él reconoce no ser «un tío espabilado» pero sí muy trabajador «y eso es lo que me ha valido». Estuvo empleado en un almacén textil de la calle Zabaleta. «Una vez que saltó la guerra me vine para acá», recuerda, y «ahora no puedo ni saltar de la cama», dice con gracia y excesiva humildad, pese a estar bien en todos los sentidos. «Uno ya tiene sus dificultades, ‘cagüendiez’, con lo que yo he sido», se arranca con genio. «La vida trae consigo unos trastornos y el secreto está en tirar ‘palante’ con genio», recomienda. «Pero el genio bien aprovechado, eh?», incide. «El hombre ha cambiado completamente. Antes era más noble, ahora hay más falsedad», concluye.
Antonia Alcázar (100 años, Almagro, Ciudad Real)
Antonia Alcázar tiene 100 años y 8 meses, «pero no me gusta que me traten de usted». Nació en Almagro (Ciudad Real) y con 20 años se marchó «a servir» a Madrid mientras que su novio se quedó en La Mancha. Cuando él tuvo ocasión «se vino detrás de mí y se colocó en una fábrica de muebles». Entonces estalló la Guerra Civil y «estuvimos 3 años sin vernos por lo que nos enfriamos un poco». Al acabar la contienda el matrimonio se instaló en Plasencia, donde tuvieron tres hijos. «Pero como no había mucho trabajo, mi marido se fue a Francia a intentar conseguir un empleo». Al año, cuando lo hubo conseguido, «volvió y nos llevó con él». Se instalaron en Tarbes, «y tampoco es que allí atasen los perros con longaniza, pero mejor que aquí ya estábamos». Una vez que hicieron algo de dinero «y ya íbamos para mayores» decidieron volver a cruzar los Pirineos, en este caso en sentido inverso, «y nos instalamos en Irun». Para entonces sus hijos «ya se habían ido cada uno por su lado, pero nos ayudaron a pagar la casa que compramos en Irun». Antonia tenía claro que quería instalarse en algún sitio con la playa cerca «para asegurarme que viniesen mis hijos a visitarme», reconoce graciosa. Antonia lleva 43 años viviendo en Irun, media vida, y de ellos los últimos diez los ha pasado en la residencia GSRInmaculada. «Tuve que vender la casa para poder costearme vivir aquí, pero estoy muy bien». Cuando se murió su marido quiso quitarse la hipoteca «y pude hacerlo gracias a que mis hijos renunciaron a la parte de la herencia que les correspondía», cuenta sin poder retener las lágrimas en los ojos:«Son muy buenos chicos».
Soledad Alen (104 años, Eibar)
Soledad Alen, nació Eibar y vive en la actualidad en la residencia donostiarra de Zorroaga, donde es una de las internas más veteranas, aunque su aspecto físico no delate en absoluto su edad. Sole, como le conocen familiarmente, no habla demasiado, pero no tanto por haber perdido facultades sino más bien porque se siente cómoda escuchando al resto de cocentenarias que viven en esta «ciudad con sus barrios», por los nombres que identifican cada zona (Egia, Loiola, Amara), una referencia más sencilla para orientar a los mayores que hablar de primera o segunda planta. La víspera de este reportaje, Sole había cumplido 104 años «muy bien llevados», según destaca el responsable de calidad del centro, Pablo García, y para celebrarlo sus sobrinos habían estado de visita. Sole se trasladó a la capital guipuzcoana desde la ciudad armera y se instaló en la céntrica calle Moraza «con mi madre y mi abuela». Se ganó la vida «bordando a máquina, como hacíamos muchas por aquel entonces», y a pesar de que entre sus aficiones de juventud «lo que más me gustaba era ir al baile en Igeldo», nunca llegó a casarse. A pesar de ello, afirma haber sido muy feliz «sobre todo cuando íbamos a jugar en el campo». Sole habla ahora casi más con las manos que con la boca. Unas manos de anciana –dicho sea con el mayor respeto y admiración–, coronadas por unos dedos rígidos que han rozado miles de telas finas y preciosos bordados durante más de cien años y que ahora se posan satisfechas sobre su regazo, como ramas retorcidas de un arbusto que ha sido exprimido a fondo, pero que aún se resiste a secarse por completo.
Inés Porrás (102 años, San Sebastián)
Inés Porras nació el 20 de abril de 1915 en San Sebastián y quizá a más de uno les suene su cara porque regentó durante muchos años la zapatería Orbegozo de la calle Garibay del centro donostiarra junto con su marido José María Orbegozo. «Íbamos a casarnos antes de la Guerra Civil», rememora Inés, «pero tuvimos que posponerlo hasta que acabó el conflicto. Entre otras cosas porque durante la guerra se llevaron a mi padre de casa y lo fusilaron en el monte Ulía». Inés ha perdido algunas facultades «pero es una persona especial», señala la directora de la residencia Betharram de Hondarribia donde reside. «Todos los viernes va a la peluquería y le gusta verse guapa». Hasta hace poco venía a verme a mi despacho para que le diera el visto bueno, relata Laura Rodríguez. «Cuando cumplió 100 estaba de cine», afirma su sobrina María Ángeles Nanclares, que suele ir a visitarle a menudo. «Estás guapísima», le alaban sus parientes durante la entrevista. «¿Y cuándo no?», responde ella con coquetería y una sonrisa pícara. «Genio y figura hasta la sepultura», dice entre risas su sobrina nieta Amaia De la Caba. «Se alaba siempre», afirman sus parientes, no en vano «era de las pocas donostiarras que tenían mesa en Casa Nicolasa». «Por su zapatería ha pasado la flor y nata de la sociedad guipuzcoana y eso deja huella». Inés no tuvo hijos pero sus sobrinas «son como mis hijas». En su centenario recibió la visita de los alcaldes de Irun y Hondarribia «y después nos fuimos a comer al Arroka». Sus familiares destacan que «siempre ha tenido mucha energía positiva y ha tomado sus propias decisiones. Eso le ha hecho cumplir tantos años».
Isabel Erro (102 años, Ituren)
Isabel Erro nació en Ituren (Navarra) hace casi 103 años. Pronto se fue a Urrotz de Santesteban y posteriormente, con 16 años, a San Sebastián. «Mis hermanos se fueron al bosque de Irati a cortar árboles, que posteriormente bajaban en almadía, y las chicas nos fuimos a servir». Ella «sirvió» en casa de Don Felipe Ugarte, que fuera alcalde de Donostia entre 1969 y 1974. «En SanSebastián me eché novio y nos marchamos a vivir a Barcelona, donde nos casamos por lo civil», algo poco habitual en aquella época. «Cuando llegaron mis padres, que eran de misa diaria, se llevaron un disgusto». En la ciudad condal nació su primer hijo, y los tres tuvieron que huir a Francia «cuando el bando de los nacionales se hizo con el control de Barcelona». Por si fuera poco, cerca de la frontera su marido se perdió. «Era un apasionado de las radios y se despistó observando una, así que pasamos meses hasta que nos volvimos a encontrar», recuerda Isabel. Estando en Francia «nos tocó la Primera Guerra Mundial y nos llevaron a un campo de concentración durante 9 meses, cerca de Besançon». Una vez que concluyó la pesadilla del campo de concentración, del que prefiere no hablar mucho, decidieron regresar a San Sebastián. «Mi marido cogió un taller de tapicería donde ambos trabajamos, y esa ha sido mi vida». Hasta hace unos años en la calle Euskal Herria de la Parte Vieja donostiarra y desde hace unos pocos en Zorroaga. A su hijo le bautizaron en San Vicente. «No sé cómo he llegado a tantos años. Creo que será por los talos que comía de pequeña en el caserío y por los baños que me pegaba en el río Ezkurra, que me endurecieron».
Ana Morales (Ponferrada)
Ana Morales nació hace más de un siglo en Ponferrada (León), pero a los 15 años vino a trabajar a Donostia en una tienda de telas, «aunque he hecho de todo. También ayudaba a servir comidas, por ejemplo». Al poco de llegar «me eché un novio en Donostia con el que me acabé casando». Entre sus aficiones de aquella época, Ana destaca que le gustaba mucho ir al cine. «Era el mayor gasto que yo hacía. Dos reales era todo un capital para aquella época, que además costaba mucho reunir». Por esa razón, el ir al cine se convertía en un lujo asiático solo apto «para los días marcados en rojo en el calendario». La centenaria leonesa recuerda que «a veces los maestros nos daban una propinilla por plancharles las camisas y veíamos películas como ‘La Pandilla’ o ‘La hija de San Simón’, normalmente en localidades de general en el teatro Bellas Artes». En el plano familiar Isabel ha tenido «familia numerosa», como ella misma afirma orgullosa. «He tenido 5 chicas y 3 chicos, y había que moverse mucho para lavar tanto calcetín». Sobre todo porque, como ella misma recuerda, en aquel tiempo no había lavadora, «teníamos que ir al río a lavar y luego tendíamos la ropa en un prado hasta que se secara. La gente joven no sabe todo lo que hemos pasado», suspira. «Y ojo, la ropa tenía que estar bien planchada, no como ahora que parece que la gente ni plancha». Ana recuerda que utilizaban «unas planchas de carbón que pensaban un quintal», y entre los inventos del siglo XX tiene claro cuál es su preferido.Ni el móvil, ni internet. «Sin ninguna duda el mejor invento que yo he conocido es la lavadora».
LAS CIFRAS
- 108 años es el récord de longevidad en Gipuzkoa. Concretamente hay dos mujeres que alcanzan esa cifra en el territorio.
- 316 centenarios había censados en Gipuzkoa en el año 2016, según datos del Eustat. De ellos, únicamente 41 eran hombres, mientras que el grueso de esa cifra, 275 personas, eran mujeres.
- 112 años tiene el hombre más viejo del mundo, el extremeño Francisco Núñez. El pasado agosto se hizo con el récord de longevidad.
- 82,8 es el promedio de esperanza de vida en el Estado, el cuarto más alto del mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud.
- 167 centenarios había en Gipuzkoa hace una década, según el Eustat. De ellos, 27 eran hombres y 140 mujeres. La cifra de centenarios prácticamente se ha doblado, por tanto, en una década en el territorio.
- 17.423 personas con más de 100 años hay en el Estado, según datos demográficos publicados por el Instituto Nacional de Estadística.
Fuente original: Diario Vasco, 4 de septiembre de 2017.