Menos confinamiento y más comunidad: hacia un nuevo modelo de atención a las personas mayores
Dice Fernando Fantova, investigador y consultor de Servicios Sociales, que la pandemia global “está suponiendo una prueba de estrés para todos los mecanismos y dispositivos de nuestras sociedades”. También señala, con la clarividencia a la que nos tiene acostumbrados a sus seguidores, que esta crisis está produciendo un importante “daño reputacional” al sistema de atención residencial (por el elevado número de personas que están muriendo en estos centros).
Sin duda, las consecuencias sociales de la crisis del coronavirus añaden un plus de emergencia a algo que ya era urgente: el abordaje y afrontamiento colectivo de lo que se ha venido denominando en los últimos años la “crisis de los cuidados”. Con esta expresión se alude a la grieta generada en el modelo tradicional de atención a amplios sectores de población (personas mayores, personas con discapacidad, niños/as, enfermos/as, etc.).
En nuestra sociedad el cuidado se ha considerado, por razones de afecto y/o de obligación moral, una cuestión de carácter intrínsecamente doméstico, a resolver por cada familia (sobre todo por las mujeres) con sus propios recursos (con el auxilio del mercado –quien pudiera- o sumando ayudas de un menguante sector público –siempre limitadas y muy condicionadas-). En esta pauta se ha abierto una fisura (una gran falla) que obedece a vectores de fuerza de diverso tipo y alcance: sociodemográficos (incremento de la esperanza de vida y baja natalidad, envejecimiento poblacional, cambios en la composición de los hogares), socio-laborales (redefinición de los roles en el seno de las familias, disminución de la disponibilidad de las mujeres para cuidar en el hogar), culturales (procesos de individualización, ausencia de corresponsabilidad de muchos hombres en las tareas del cuidado) y, por supuesto, político-económicos (expansión de políticas neoliberales de recortes sociales, reducción de recursos para las políticas públicas de servicios sociales).
Esta compleja situación ha llevado a muchas familias a externalizar los cuidados recurriendo, sin saberlo, a servicios incardinados en cadenas mundiales de atención (cuidadoras extranjeras) o en circuitos financieros globales (fondos transnacionales de inversión), dos manifestaciones de “la globalización y la mercantilización de la asistencia”.
De manera esperanzadora, en los últimos años se han venido explorando múltiples e innovadoras iniciativas en la construcción de otros tipos de cuidados alentadas por cambios que se han producido en diferentes esferas: social (demandas de participación de los colectivos vulnerables o dependientes en la generación de respuestas sociales a sus necesidades), tecnológica (avances para monitorizar la salud y el bienestar, para prestar telemáticamente servicios y para habilitar hogares seguros y cómodos), conceptual (reivindicación de un modelo de atención centrado en la persona, reconocimiento de los componentes sociales de la salud, revitalización de la mirada a los vínculos comunitarios), política (avances legales y definición de estrategias para el fomento de la autonomía y la capacidad), y organizativa (exigencia de un enfoque socio-sanitario integrado e integral, enraizado en la comunidad, para el abordaje eficaz de la fragilidad humana).
Es aquí donde se debe enmarcar el inminente y necesario debate sobre el nuevo modelo de atención residencial. La reflexión política, institucional y, con suerte, mediática, sobre las residencias no debe focalizarse en la ratio de personal sanitario por personas albergadas. Esto implicaría olvidar el contexto (los nuevos modelos de cuidados), tergiversar el diagnóstico (el problema no es logístico sino de concepción) y errar en el planteamiento (más institucionalización, más segregación, más “confinamiento”).
El debate debe abordar cómo reorientar la mirada a la vejez lejos de estigmatizaciones y paternalismos; cómo facilitar que las personas puedan diseñar sus proyectos de vida en su hogar, con sus vínculos, con sus redes sociales (y en alojamientos alternativos estimulantes, saludables, abiertos, de convivencia, cuando se requiera); cómo construir alianzas público-privadas ajenas a las lógicas del mercado que han presidido algunas decisiones políticas recientes; cómo articular los sistemas sociales y sanitarios para garantizar la calidad de vida de las personas allí donde quieren vivir (en su hogar); cómo posibilitar que las personas, en palabras de Oliver Sacks (en su libro En movimiento, 2015), “puedan llevar una vida placentera y que tenga sentido, con sistemas de apoyo, participando en la comunidad, sintiendo respeto por sí mismas y sintiendo que los demás les respetan”.
Este ejercicio de reflexión y de planificación debe vehicularse, en definitiva, en torno a una sola pregunta: cómo poner en el centro a la persona.
Si el debate no se plantea en estos términos, “para encerrar a los viejos”, como decía recientemente Mary Beard (El País, 17 de mayo de 2020), se alentarán políticas edadistas, se hurtará una reflexión necesaria sobre lo que las personas podemos aportar durante toda nuestra vida y se hará prevalecer un criterio que solo es importante para el sistema socioeconómico que pretende ser reconstruido: “la pura conveniencia”.
Fuente original: Cuadernos para la reconstrucción económica y social
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Muy cierto Juanma
El daño negativo para las residencias y la frustración que esto genera la desconfianza de familiares al perder a sus seres queridos durará por muchos años generando menos puestos de trabajo que no nos viene bien a nadie por tener una economía mas baja
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